Tejedora, hilandera, bordadora, la artista Violeta Parra trabajó con hilos y lanas gran parte de su vida. Pero no es fácil seguir el curso de su biografía: ¿dónde comienza el mito y termina la artista? ¿Fue una artesana virtuosa o una artista del expresionismo? ¿Fue una artista inocente, casi naif, o una mujer que tenía un discurso claro y fuerte —en lo político y social— escondido en un medio artístico, como es el bordado, que por siempre ha sido asociado a la delicadeza y la feminidad?
Violeta Parra fue una virtuosa. Uno revisa las grabaciones que se hicieron de ella y lo nota de inmediato: una mujer de manos intranquilas, que mientras habla está pintando o bordando, que cuando cose lo hace con una puntada rápida y certera, que con la aguja entierra una lanza en la tela y deja un camino de hilo. Una mujer que tiene facilidad para crear, que pareciera no meditar antes de hacer, pero que todo cuanto hace lo hace bien. “Poesía/ pintura/ agricultura/ Todo lo haces a las mil maravillas/ Sin el menor esfuerzo/ Como quien se bebe una copa de vino”, escribió de ella su hermano Nicanor en Defensa de Violeta Parra, que forma parte del catálogo de su exposición de 1964, en el Museo de Artes Decorativas del Louvre.
Una mujer música —guitarrista, poeta y compositora—, que es como un torbellino, y que solo en el reposo obligado pudo acercarse al arte visual de la pintura, el bordado y la escultura. A los 41 años se enferma de hepatitis y debe hacer una pausa en su vida: “Tuve necesidad de hacer tapicería porque estaba enferma, hube de quedarme en cama ocho meses, así que no podía permanecer sin hacer nada. Un día vi frente a mí un trozo de tela y empecé a hacer cualquier cosa; y aunque no pude producir nada esa primera vez quise copiar una flor”, relató en 1965 durante una entrevista para la televisión suiza.
Una mujer que crea por azar, que llega al arte por casualidad; que comienza a bordar, pintar y trabajar en greda porque no puede estar ociosa. El azar también se cuela entre los motivos y personajes de sus obras, donde ese pajarito que aparece bordado en yute en Le petit oiseau de Violeta (1962) no es otro que el pajarito que rescató de las manos de unos niños y que ayudó a cuidar por quince días hasta el gato de la casa lo atrapó. Donde la improvisación es casi todo, porque Violeta no dibuja antes sus tapices o bordados —“El problema es lo más simple del mundo. No sé dibujar”—, y produce libremente durante la acción misma: “en lo que se refiere al Cristo que figura en una de ellas, comencé por un dedo del pie, y después fui subiendo”, contó ella misma, dejando en claro el carácter intuitivo e impensado de sus creaciones.
Su obras visuales siguen el hilo de su vida: incorporan partes de su historia familiar y también las pequeñeces del día a día. En las arpilleras están sus amigos y su familia, está ella —bordada de color violeta—, están sus frustraciones y deseos. Están también sus errores al bordar, los cambios de tema, los accidentes que surgen a la hora de crear. Trabajadas sobre yute, arpillera o sobre un simple paño de algodón, sus tapicerías son para ella “canciones que se pintan y bordan”, en las que incorporó temas populares —como La cueca y El circo—, temas religiosos —como el Cristo en bikini y el Árbol de la vida— y temas tradicionales —como el Combate Naval de Iquique y Fresia y Caupolicán—, todos tratados de manera metafórica que la alejan de lo propiamente decorativo. “A diferencia de estas modalidades del arte, estrictamente folclóricas o artesanales, el de Violeta Parra fue decididamente metafórica, imprevisible en todo”, escribió el dramaturgo y ensayista José Ricardo Morales en Violeta Parra: obra visual (Ocho Libros, 2012), “pues se produjo en la urgencia y en la improvisación, a imagen y semejanza de una persona dotada de tan extraordinaria capacidad de cambio y de una celeridad resoluta tal, que impiden incluirla en las categorías tradicionales aquí mencionadas”.
Pero tampoco es un arte naif. Y a veces una mirada rápida puede dejarnos una imagen ingenua de algo que es tan poderoso como un fusil. Porque Violeta Parra —la primera artista latinoamericana que presenta una muestra individual en el Louvre— es una mujer de su tiempo y saca la voz por la injusticia social y la desigualdad. “Aquí tú ves un fusil que representa la guerra, la muerte”, dice Violeta frente a una de sus arpilleras en una de las entrevistas en francés que se encuentran en Youtube; “Yo no puedo permanecer indiferente. A mí me molesta esta situación”, dice más adelante. Violeta Parra enfrenta el arte con una honestidad, que uno intuye es natural y casual, y de algún modo también es una honestidad precaria y primitiva. En este relato, en apariencia ingenuo, hay un sentimiento verdadero de lucha de clases, de denuncia social, y de una evidente búsqueda por revindicar lo popular, lo campesino y lo social. Siguiendo esa hebra, uno podría ver que la arpillera Cristo en bikini no es ni una humorada ni un puro misticismo (como aparece analizado en algunos textos teóricos) sino más bien un gesto de protesta de la artista en contra de los ensayos nucleares que se llevaron a cabo entre 1946 y 1958 en el atolón Bikini.
Pinturas profundas, esculturas de hilos
Música, poeta, bordadora, cantante, escultora, pintora: Violeta Parra es una artista de punta a cabo. En sus tapicerías hizo “una modalidad inesperada de la pintura expresionista”, como escribió Morales, y las consideraba lo más hermoso de la vida. En tanto sus pinturas parecían complicarla: “la pintura no es lo más hermoso de la vida, porque en ella trato de sacar lo más profundo que hay dentro de mí”. Al pintar, Violeta Parra no tuvo un plan de antemano, ni se preocupó de preparar el soporte, ni de pensar en la conservación de la obra. Usó los pigmentos en su estado natural, por eso muchas de las mezclas de colores las realiza en el soporte mismo, ensuciándolos. Como soporte, solía preferir el cholguán –por el lado rugoso-, sobre el que pintó, borró y creó su imaginario tan personal –con sus propias figuras, caras y manos-, y donde sus personajes largos, que crecen y se achican, fueron los encargados de narrar la historia.
De las obras que expuso en 1964 en el Pavillon de Marsan —22 arpilleras, 26 óleos y 13 esculturas de alambre— no se han podido recuperar ninguna de las esculturas filiformes, las que según José Ricardo Morales podrían haber sido inspiradas en algunas obras de Alexander Calder, de Antoine Pevsner o de Naum Gabo, y donde nuevamente vemos la presencia de esos hilos donde Violeta enmaraña sus deseos, sus lamentos, sus estados de extrema sensibilidad.
Frente a sus obras de arte, Violeta Parra se siente humilde: “Todo el mundo lo puede hacer. No es una especialidad mía”, dice en una entrevista con genuina sencillez. Su genio estuvo en abordar todas las artes con virtuosismo y sinceridad, y desarrollar relaciones con la gente a partir de su trabajo. Y poder mezclar el canto con la pintura, y la pintura con el bordado, y unirlo todo con armonía, como el vestido de retazos que le había hecho su madre.
Cuando se le pregunta en una entrevista cuál era su medio de expresión favorito, Violeta responde sin titubear: “yo elegiría quedarme con la gente”. Por eso ante la soledad tan adversa, después de escribir tantas cartas a lo largo de su vida y recibir tan pocas respuestas, Violeta —la artista que buscó el cambio para evitar estar sola— nos dejó las tramas de sus obras y cortó los hilos de su vida.