Cuando me embaracé muy pronto me di cuenta que, como sería la única hija, nieta y sobrina, habría muchas expectativas sobre mi amada retoña. Dos de ellas tomaban fuerza: “ojalá sea buena para las matemáticas” (mi hermano y yo no lo éramos, y era el sueño del futuro abuelo) y “ojalá le guste leer” porque desde que tengo memoria veo a mi hermano con un libro y soy la hermana mayor.
Si bien todos en nuestra casa éramos lectores, nadie podía competir con él, porque leía hasta la guía telefónica; el diario completo del día domingo era su mejor panorama, cuando en esos años el medio en papel era invaluable. Así que con esas “cargas” llegaría al mundo la supuesta futura lectora.
Y así comenzaron todo tipo de estímulos para dar rienda suelta a esta última ilusión –el tema matemático nació perdido– así que antes de llegar al mundo esta niña ya tenía libros: ejemplares para incentivar la lectura mientras estaba en la guata, libros para cuando empezara a ver colores, otros para cuando aún no sabía leer, otros para tiempos de balbuceo y saliva, y así sucesivamente. Las expectativas no bajaban, nadie pretendía lo contrario.
De eso ya han pasado 11 años y sí, le gusta leer (¡gracias a los dioses!). No sé si toda la batería de fomento lector funcionó o simplemente estaba en sus genes, la cosa es que tenemos a una gran-pequeña lectora en la familia. Una niña que se emociona cuando entramos a una biblioteca pública o a una librería, mientras sus padres sufren pensando en lo caros que son los libros en nuestro querido país, y en el ¡cómo puedo decirle que no, si me está pidiendo un libro!
Así es como padres, tíos y abuelos hemos alimentado su nutrida biblioteca infantil, una que mi hermano y yo no nos atrevíamos a soñar en los desafiantes años ochenta, cuando nuestros únicos tesoros eran un libro pop-up, que a su vez se transformaba en carrusel con la historia cuadro a cuadro de La bella durmiente, de Charles Perrault; un entretenidísimo Papelucho en vacaciones y nuestro amado libro Muselina Pérez Soto, también de Marcela Paz con ilustraciones de Mónica Lihn, un favorito que aún vive en la biblioteca de mi hermano.
Con esta biblioteca en casa, alternando cada semana una visita a la librería o la biblioteca y leyendo algunos ejemplares por mes, madre e hija nos fuimos convirtiendo naturalmente en “recomendadoras”: una faceta que surgió en nuestro círculo cercano, y que hoy queremos ampliar y compartir con ustedes.
“¿Con qué libro te gustaría comenzar?”, le pregunté. Y después de recordar (¡y desordenar!) todo tipo de ejemplares, pasando por Gato tiene sueño y Ardilla tiene hambre, del japonés Satoshi Kitamura, libros tiernos y divertidos para iniciar a niñas y niños en el mundo del lenguaje y la ilustración, llegamos al que conquistó especialmente su atención infantil esos primeros años, Cosita linda (FCE, 2008), de Anthony Browne.
Un libro creado a partir de un hecho real: la amistad entre una gorila y un gato que surgió en un Centro de Investigación de la Universidad de Stanford (EEUU), en los setenta, donde los científicos entrenaban a un Koko, el primate, para usar el lenguaje de señas.
Esta tierna historia inspiró al escritor e ilustrador inglés para crear un breve, pero encantador relato que conquista fácilmente a grandes y chicos. “Hija, ¿por qué recomendarías este libro?”, le pregunté. “Porque es inspirador… me enseñó que la amistad es posible, aún cuando no seamos iguales, como el gorila que era grande y la gatita que era chiquitita. ¿Y sabes, mamá? Con este libro aprendí a decir en lenguaje de señas ‘yo quiero un amigo’. Aaah… ¡y porque el gorila es tan tierno!”, concluyó.
Cosita linda parece una historia simple, pero en sus breves páginas se despliega algo profundo: el valor de la amistad, el respeto por la diversidad y lo importante que es reconocer y aceptar las emociones. Un cuento divertido, con encantadoras ilustraciones para compartir en todo momento, incluso antes de dormir (aunque puede ser que haya noches donde la risa espante a Morfeo).