Reseñas

Piña, de Gonzalo Maier: miente, miente, que algo queda

Patricio Contreras Por Patricio Contreras

Piña es una novela atravesada por reflexiones sobre el arte, sobre ser artista, sobre hacer arte y sobre cómo el arte se transa y produce en un mundo capitalista y burocrático. También se hilvanan algunas reflexiones sobre la vida, la muerte y lo que hay más allá… [Foto portada: Patricio Contreras]

Diecinueve veces. Diecinueve repeticiones. Como si fuera un mantra. Esa es la cantidad de veces que Horario Piña, el protagonista de Piña, la nueva novela de Gonzalo Maier, repite la siguiente frase, compuesta por tres palabras: “Piña, artista chileno”.

Diecinueve veces, como si por la fuerza de la repetición esa afirmación se convirtiera en realidad y quien la profiere se convenciera de que sí, es cierto: Horacio Piña es un artista chileno.

El problema es que, en rigor, Horacio Piña, el artista chileno, vive dudando de su condición. Con un pie en Alemania y otro en Chile, vagabundea por los circuitos artísticos e intenta sortear las sinuosidades de la burocracia que financia lo que a él le gustaría hacer. Su vida y la de muchas y muchos como él, se parece más a la de una persona que rellena papeles y completa postulaciones. ¿Qué espacio había para el arte?

Piña siempre se mueve con la duda. No sabe si es un inmigrante o un viajero. No entiende la diferencia entre una genialidad y un chiste. Dice el narrador: “El problema de Piña, en otras palabras, era filosófico e incluso religioso. Necesitaba creer que lo suyo era arte”.

Este equilibrio precario tiende a romperse –¿o afirmarse?– cuando Ingrid Mora, una respetada y odiada curadora y crítica de arte, se le aparece a Piña en las situaciones más cotidianas: en el Lomit’s de Providencia, en un paradero en Santa Rosa con la Alameda, en un Big John en Lyon con Carlos Antúnez. Siempre en silencio, con cruces de miradas.

Encuentros así no tendrían ninguna relevancia, salvo por un detalle: Ingrid Mora está muerta y lo que Horacio Piña ve es su fantasma, una aparición espectral que se comunica telepáticamente con él, que lo acecha y que, de tanto en tanto, lo demuele psicológicamente con frases punzantes e hirientes.

Si en la única crítica que Ingrid Mora escribió sobre la obra de Piña la comparó con un mal plato camuflado con queso (“es para esconder algo, para tapar un error, para hacer digerible una imperfección”), en estos encuentros de espiritismo urbano su lenguaje es menos elegante y más callejero. Directo a la yugular: “Te falta talento, mediocre. No te vas a salvar, ahuenao penca”.

Piña siempre se mueve con la duda. No sabe si es un inmigrante o un viajero. No entiende la diferencia entre una genialidad y un chiste.

Puede que Mora –o su ánima, su espíritu, lo que sea– no estuviera tan equivocada. La vida y la carrera artística de Piña es incertidumbre pura y su maniobra de supervivencia es, precisamente, la disminución del riesgo en todos los niveles. ¿Cómo? Ahorrando tiempo, evitando desplazamientos, bebiendo del genio de otros o confiando en el poder de la inteligencia artificial.

A veces acierta, como cuando convirtió el robo hormiga en un mecanismo creativo. Durante una muestra del artista chino Ai Weiwei en Londres, que desplegó cien millones de pequeñas piedras de porcelana, Piña tomó puñados de esas piezas para luego depositarlas en una muestra en Berlín que tituló, con humor o con sinceridad o con ambas cosas a la vez, “El Ai Weiwei de los pobres”.

Pero muchas de sus ideas quedaban en ese plano: atrincheradas en su cabeza por falta de voluntad o falta de dinero. Aunque lo más probable sea la razón que mencionamos al comienzo: la escasa confianza de Horacio Piña en su calidad de artista. De artista chileno.

Piña es una novela atravesada por reflexiones sobre el arte, sobre ser artista, sobre hacer arte y sobre cómo el arte se transa y produce en un mundo capitalista y burocrático. También se hilvanan algunas reflexiones sobre la vida, la muerte y lo que hay más allá… o más acá, en el caso de Ingrid Mora, que se fue pero no se fue. En un momento el narrador dice: “Desde hace miles de años –¿desde siempre?– los fantasmas son temidos porque ponen en duda una de las pocas certezas disponibles: que la gente nace y muere”.

Esas no son las cavilaciones de nuestro protagonista. Piña no le teme a un fantasma o a esa aproximación hollywoodense del terror que provocan las apariciones súbitas e imprevistas. No es que Piña no piense en la muerte. Parece que, más bien, está pensando en su muerte como artista, no en su extinción como entidad biológica y finita.

Gonzalo Maier (Talcahuano, 1981) también es autor de Hay un mundo en otra parte (PRH, 2018). Foto: theobjective.com

En su libro Voces de ultratumba (Taurus, 2019), el historiador Manuel Vicuña reconstruyó la historia del espiritismo en Chile, una práctica que en el siglo XIX intentó conciliar la religión con la ciencia. En un punto escribe: “Mediante el encuentro de vivos y muertos, el espiritismo brindaba asimismo la posibilidad de entablar un diálogo esclarecedor entre el presente y el futuro, en teoría idóneo para aliviar al primero del peso de la incertidumbre”.

Piña y Mora establecen este encuentro de vivos y muertos, pero estas improvisadas sesiones de espiritismo, sin embargo, han sido iniciadas unilateralmente por Mora, que acude e inicia el “diálogo esclarecedor entre el presente y el futuro”.

Más que tumbarlo psicológicamente, Mora mueve a Piña para que le saque el queso a su plato.

Y para eso debe, una vez más, reducir el riesgo, acabar con la incertidumbre y repetir diecinueve veces, “como un mantra, o un salvavidas o una llamada de auxilio” la frase reafirmadora: “Piña, artista chileno”.

Hasta convencerse, hasta creerlo, hasta que la mentira deje algún rastro de verdad.

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Patricio Contreras

Periodista freelance, profesor universitario y creador del boletín de libros Hipergrafia.

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