Desde Rainer María Rilke hasta Nadia Prado, de Jorge Tellier a Julieta Marchant, la infancia ha sido siempre un espacio fecundo en imágenes para la poesía. Volver a ella es desenterrar en la memoria ese descubrir del mundo y las palabras, revisitarla es un ejercicio en el que desenredamos y volvemos a hilar los hechos que nos hacen quienes somos al momento de escribir. Y no hablo aquí necesariamente de una mirada nostálgica de la infancia, en la que se le anhele como un estadio perdido perfecto. Hablo también de observarla desde un punto de vista crítico, desentrañando la oscuridad que yace en esos primeros años de formación o modelaje de la identidad.
Es justamente desde esta última mirada que la poeta Catalina Gómez (1981) visita su infancia en Fósiles (Queltehue Ediciones, 2022), debut literario de la santiaguina que ha formado parte de talleres de Bruno Lloret (Leña) y Diego Alfaro Palma (Tordo). Un primer libro de poemas, presentado en el Festival Internacional del Libro y la Lectura de Ñuñoa, que, como dice en su texto de contraportada, escrito por la editora Katherine Hoch: «Evoca esos momentos sutiles, fugaces y siniestros que cada persona ha vivido como trozos repartidos en su infancia».
Fósiles está dividido en dos partes. Cada una de ellas comienza con un poema que hace alusión a las estructuras. Acaso los cimientos sobre los cuales se construye la niñez: el barrio, la escuela, las amistades, la familia. Pero estas estructuras están lejos de ser firmes. Su fragilidad está expuesta en los versos de cada uno de estos textos que inauguran cada sección. Lo subterráneo que puja por salir a la superficie.
Los fósiles, evidencia de lo que fuimos, también pueden ser podados como las plantas del jardín. Como quien da forma al arbusto de la memoria, la poeta elige qué recuerdos mantener y cuáles erradicar. Dicen los versos del poema Pequeña guía para enterrar imaginaciones:
Para podar los huesos de nuestro jardín
es necesario habitar un vientre hasta las últimas consecuencias
El más anciano del barrio
regala caramelos de sus bolsillos:
más sabe el viejo por dulce que por diablo.
Para recoger las adelfas que caen sobre la ropa
es imperioso apagar la tele febril del año 88.
Para plantarse en la vida habría que aprenderse de memoria
las tablas del horror.
En esos años fatídicos, no son las tablas de multiplicar las que se aprenden, y las flores no son sinónimo de inocencia o belleza. No es casual que se opte por las adelfas, flores altamente venenosas. Para recogerlas es necesario apagar el horror de la televisión dictatorial.
Catalina Gómez vuelve a las estructuras de aparente rigidez, y lo hace también con elementos que evocan la niñez y sus juegos, pero siempre bajo el manto siniestro del contexto de aquellos años de dictadura. En su poema «La infancia es un muro de legos» aborda la escuela y su dualidad formación/deformación. El patriotismo mal entendido y la uniformidad. La disciplina castrense que se emparenta con los sermones dominicales. Una contradicción en la que profundiza en los poemas que siguen, en los que la paradoja de la prohibición se hace patente en un verso tan bello como estremecedor, del poema Reglamento interno: «La lluvia está prohibida / hace muchos años / en esta escuela». ¿Cómo prohibir lo que no se puede prohibir? ¿Hasta dónde llega la necedad? La poeta trae las imágenes escolares y las sitúa en su contexto, en donde la tiza ahora se utiliza para marcar los cuerpos de los muertos, ya no para resolver operaciones matemáticas, y la pizarra se transforma en el paredón de quienes no tienen la personalidad suficiente.
La escuela como reducto de la normalización de la que hablaba Foucault, en la que quienes no encajan son regulados por las normativas y por sus pares, que actúan como un ente fiscalizador sin darse cuenta. Herramientas obsoletas de escuelas pasadas que, por suerte, hoy han empezado a abrirse a la diversidad. Así, tal vez el único espacio que se abre para ser uno mismo es la cama. Un espacio íntimo, refugio donde el miedo desaparece y los secretos duermen seguros, donde las lágrimas que no se deben derramar afuera se pueden guardar en la bacinica que yace debajo del colchón.
Buen ojo el que ha tenido Queltehue Ediciones con su colección Puelche, de poesía contemporánea, en la que ya han publicado a poetas como María José Figueroa (Cruces en el desierto), Ignacia Godoy (Cuerpos invisibles) y Pascal Jorrat (Fungi), entre otros.
Quisiera cerrar esta reseña con un verso que resume de gran manera el espíritu de este libro de Catalina Gómez, que no por breve es menos intenso: «Saldremos todos de aquella pieza negra / que nadie quiso jugar». Como una forma de redimir la infancia, estos versos, presentes en el poema que cierra el libro, abren la posibilidad de un hoy mejor, en el que somos quienes somos a pesar de los escombros del pasado.